"Satori en París", una rareza de Kerouac
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "Satori en París", de Jack Kerouac
Tuve mi primera noticia de Jack Kerouac en una serie que la revista Star -una de las referencias fundamentales de mi mitología personal- dedicó a varios escritores heterodoxos bajó el título genérico de "Los padres del cordero". Hará ahora unos cuarenta años. No mucho después compré En la carretera en la librería Panorama de la calle de Gaztambide. Se trataba de una edición argentina, debida a Miguel de Hernani y publicada por Losada en 1975 bajo el título de En el camino. A excepción de La ciudad y el campo (1950), de la que sí había una traducción española de Ramón Margalef Llambrich, dada a la estampa en 1971 por Luis de Caralt, las versiones españolas de Kerouac aún estaban por llegar. Empezaban a hacerlo las de William S. Burroughs de Martín Lendínez -seudónimo de Mariano Antolín Rato- en Ediciones Júcar. Así como las de Allen Ginsberg, Gregory Corso y algún otro poeta beat, vertidos a nuestro idioma por Antonio Resines para la colección Visor de Poesía.
Ésa es la causa de que atesore tres títulos de Kerouac que no han conocido versiones españolas ni siquiera en Anagrama, la editorial que lo dio a conocer mayoritariamente entre los lectores de este país ya bien entrados los años 80.
Visiones de Cody (1972), la primera de mis rarezas, está impresa en Barcelona por Grijalbo. Pero su traducción es tan rioplatense que en sus páginas el "volado" -modismo que me seduce, dicho sea de paso- es el "borracho", ese borracho arquetípico de la mítica experiencia Kerouac.
Pic, la segunda de mis rarezas de Kerouac, es un relato sobre un niño negro de Carolina del Norte. Hermano de Silm, un saxofonista de Harlem -ese jazz también fundamental en la experiencia Kerouac-, los Sal y Dean de En la carretera los recogían cuando hacían autostop en una primera versión de la novela que nunca llegó a ver la luz. Publicado de forma independiente en 1971, mi edición es la argentina de Gránica Editor, fechada un año después.
Pese al orgullo que me procura tener tres textos de Kerouac anteriores a su masificación española, siempre he sido consciente de que si permanecen inéditos aquí es porque no tienen el más mínimo interés. Así lo demuestra el hecho de su publicación póstuma, muy probablemente a instancias de Stella, la viuda del escritor, siempre atenta a los derechos de autor. Si Kerouac no hubiese sido uno de los escritores estadounidenses más leídos del siglo XX -de En la carretera se venden del orden de 100.000 ejemplares al año-, ninguno de mis inéditos en España hubiese merecido edición alguna.
Visiones de Cody, al ser otra roman à clef, como casi todas las de Kerouac, es una vuelta más a los asuntos harto sabidos por cualquier lector al cabo del universo de la generación beat: el tiro que Burroughs le pegó a su esposa mientras jugaba a ser Guillermo Tell, el lío del propio Kerouac con Carolyn, la mujer de Neal Cassady -el Dean de En la carretera- y el resto de los lugares comunes de la historia del grupo. Fue la propia Stella quien encontró aburrida Pic cuando su marido aún vivía.
Satori en París (1968), la tercera de mis rarezas de Kerouac, data de 1968. También edición argentina de Losada, se la compré, ya a finales de los años 70, a un infeliz que tenía un tenderete de libros para estudiantes en la esquina de la calle Princesa con la de Altamirano. Si hasta hace unas semanas no he dado cuenta de ella se ha debido a que, avanzando en mi experiencia de lector, perdí aquel entusiasmo con el que descubrí En la carretera (1957), Los vagabundos del Dharma (1958), Ángeles de desolación (1965) y el resto de las grandes novelas de Kerouac.
A decir de Dennis McNally, su biógrafo definitivo, durante la redacción, de Satori en París, por primera vez, Kerouac escribió mientras bebía coñac. Se explica así que el coñac sea la bebida que preside la narración.
Una de las grandes mentiras de la creación literaria es la concerniente a la supuesta lucidez del alcohol. He bebido como una bestia durante treinta y siete años, veintisiete de los cuales lo hice en aras de ese don de la ebriedad que, como mucho, da para una idea. Empero su desarrollo ha de hacerse con la resaca, o, mejor aún, con la debida serenidad. La lucidez del alcohol es una quimera, no ya porque ebrio se pierda la más mínima ponderación respecto al texto alumbrado, simplemente porque borracho no atinas puesto a darle a las teclas.
Ese borracho legendario que fue Sal Paradise -el trasunto de Kerouac en En la carretera- en Satori en París no es más que ese alcohólico en las últimas, ya perfilado en la sobresaliente Big Sur (1962), acaso la postrera de sus grandes novelas. Sostiene McNally que su alcoholismo -ya terminal puesto que unos meses después le haría dar con sus huesos en el hoyo prematuramente- impresionaba negativamente a las estudiantes que le visitaban para la preparación de sus tesis.
Los editores, que siempre son los primeros en darse cuenta cuando un autor está acabado, le negaban los adelantos de antaño y -siempre según McNally- el suplemento literario del New York Times dijo que Satori en París "tenía la sensibilidad de un tarjeta de crédito". Y es que el Keruac que viaja a Francia en sus páginas ya no es aquel joven entusiasta, que ha de hacerlo en autostop porque no tiene dinero. Muy por el contrario, pierde el avión que ha de llevarle de París a Bretaña por beber cerveza en el bar del aeropuerto y el único problema que se le platea es tirar de sus cheques de viajero para hacer el viaje en tren.
Aunque el autor intenta imitarse a sí mismo en sus grandes borracheras de la carretera, del favorito de mi juventud queda muy poco en Satori en París. Su asunto es bien sencillo: corre 1965 y Kerouac se ha trasladado a Francia desde su residencia en Florida. Le lleva al país vecino la investigación sobre los orígenes de su apellido, desde la Biblioteca Nacional parisina a la Bretaña de sus ancestros. Todo se limita a la noticia de las conversaciones mantenidas con los hoteleros, bibliotecarios y algún que otro personaje irrelevante. El satori, al parecer la iluminación en el budismo zen, aquí tiene trazas de ser algo así como el alucine -por decirlo coloquialmente- que pone el texto en marcha. Del conjunto, estimo especialmente las referencias a Balzac y a Céline (pág. 198), que vienen a recordarme que fue Kerouac quien me descubrió a este último. Aunque no suele repararse en ello, en el autor de En la carretera también debe alabarse su afición a descubrir a otros escritores.
Mis tres rarezas de Kerouac, como todos mis tesoros, se han quedado en nada.
Publicado el 11 de diciembre de 2015 a las 18:45.